“EL INCREIBLE CHETOF”
Debemos hacernos a la idea de lo que ha pasado. Recompongamos la situación y tratemos de buscar la salida de este maldito río. Príncipe tenía razón, de poco servía lamentarnos. La noche se acercaba y no contábamos ni con tiendas, ni comidas ni nada. Únicamente la piragua de ellos había quedado a salvo. Hello encendió una reconfortante hoguera. Pusimos las ropas a secar cerca del fuego, y sin otra cosa mejor que hacer nos sentamos como todas las noches alrededor de un fuego que en esta ocasión brillaba sin la intensidad de otras veces. La canadiense que nos quedaba, no contenía comida y la noche impedía cualquier tipo de cacería. Pero en realidad ¿quién pensaba en comer…? Todos nuestros pensamientos estaban ocupados en uno solo. Así pasamos aquella triste noche, sin apenas cruzar palabras abrigándonos con las pieles de Hello y Príncipe y acariciando a Fox como si tratáramos de aliviar la tensión con el noble animal. Al día siguiente nos levantamos sin prisa y fuimos poniéndonos nuestras baqueteadas ropas con tranquilidad. Nadie hablaba. Fox se dirigió a beber al río y todos le seguimos, abrigando una imposible esperanza. De día, con sol radiante comprendimos que no habían tenido ninguna posibilidad de abandonar el río y que la caída había sido mortal. En efecto, el fragor de la cascada era impresionante. Una cortina de agua se levantaba en el profundo corte del río como queriendo evitar la caída que había terminado con nuestros amigos. Volvimos al campamento convencidos de lo irremediable. Hello sacó el mapa y comprobó que estábamos en la orilla contraria a la señalada por Feni. En efecto, por si no fueran pocos los males, ¡ahora estábamos perdidos! Cruzar el río era imposible y remontarle, con la canadiense por tierra, hasta un lugar en que le pudiéramos vadear llevaría mucho tiempo y esfuerzo por lo que decidimos bajar por la orilla hasta el borde de la cascada, en un último intento de encontrar algún resto de los infortunados Zoom y Oso.
Pusimos en lugar seguro la piragua, aunque no pensábamos volver a utilizarla, y descendimos unos dos kilómetros sin ningún resultado. Internándonos en el bosque buscamos un alto donde poder orientarnos. Una roca en forma de muela, de fácil acceso, resultó el lugar ideal. ¡Qué maravilla se abría ante nuestros ojos! Nunca nadie vio cosa semejante. El Sabuc caía al infinito entre nubes de agua que trepaban por escarpadas paredes. Tardamos en acostumbrar la vista al espectáculo que nos ofrecía la naturaleza. Todas las descripciones del valle resultaban pequeñas, comparadas con la realidad. Un caída de agua que no parecía tener fin era recibida por un vergel y conducida en forma de hilo de plata, a juzgar por los destellos del río, atravesaba un maravilloso valle: ¡El Valle del Atnas Aniram! Permanecimos extasiados contemplando aquellas maravillas. Todo lo que formaba aquel paraíso, se convertía en enemigo a vencer. ¿Cómo podríamos descender hasta allí abajo, por unas paredes completamente verticales, sin cuerdas ni medios? Príncipe fue el primero en salir de la contemplación que nos mantenía inmóviles.
– No queda otro remedio que comenzar a caminar. Por lo que se ve la otra orilla presenta paredes más irregulares.
– En efecto, -dije- por allí debe ser donde contaba Feni, que ascendió el legendario Onaec.
– Pues bien no tenemos otro remedio que investigar estas paredes buscando algún sitio que nos permita bajar al valle, -concluyó Hello-.
Caminamos por aquellos maravillosos parajes sin alejarnos mucho del acantilado observando de vez en cuando las orgullosas paredes que defendían el valle. La catarata que formaba el Sabuc en su caída fue quedando atrás. A medida que avanzamos, tuve una sensación familiar: ¡el hambre…! Se convino cazar algo para remediar la situación. Utilizando los cuchillos construimos unos rudimentarios arcos y algunas flechas que podrían valernos, caso de divisar pieza. ¡Fox, fox…! el perrazo comprendía para lo que se le llamaba y comenzó a olisquear los alrededores. Fuimos entrando en un tupido bosque. Al rato Fox se quedó inmóvil y empezó a gemir de una forma extraña. Príncipe, que debía tener bastante hambre, dedujo que había presa a la vista diciendo:
– ¡Silencio o perdemos la comida!
– No parece que haya encontrado nada -le contesté- más bien se diría que no quiere continuar.
– ¿Cómo no va a querer continuar?, seguro que tenemos a algún “orejas largas” esperándonos en esos matorrales. Con todas las precauciones posibles, Príncipe avanzó sigilosamente. Hello y yo le mirábamos junto a un Fox que no dejaba de gemir. Semiagachado, con su cuchillo en la mano, Príncipe apartó cautelosamente unos matojos, y… ¡Huaaaau! Un grito histérico, el entrechocar de cascabeles y latas y la inmediata ascensión de Príncipe a los cielos, terminaron con el agobiante silencio del bosque. Fox se agachó y estiró el cuello, dando un ladrido entre asustado y perplejo. Hello y yo, sin movernos un ápice, nos miramos atónitos y con la misma cara de asombro volvimos a mirar el lugar donde debiera encontrarse Príncipe cazando. El gorro de éste con una pluma partida en dos, era todo lo que quedaba.
– !Por todos los diablos, bajadme de aquí!
Los gritos nos volvieron a la realidad. Doce o trece metros arriba colgaba Príncipe, cabeza abajo.
– ¡A qué esperáis, bajadme de un vez!
– Por todos los diablos Príncipe -dije- si pareces un murciélago.
No pudimos contener la carcajada viendo al cazador cazado.
– ¡Menos bromas y soltadme! El que a puesto esta trampa no puede tardar en venir con el jaleo que hemos armado.
– ¡Eso es! -exclamé- . ¿Quién puede haber puesto esta trampa si no son el Oso y Zoom?
La esperanza que nunca habíamos perdido, a pesar de la evidente realidad, se agarraba a cualquier circunstancia por extraordinaria que esta fuera para recuperar el ánimo.
– No pueden haber sido ellos Raquet, -sentenció Hello-. ¿Cómo habían tenido tiempo de preparar esto?, mira las cuerdas, no se hacen en un día, además les vimos caer con nuestros propios ojos y caso de no ser así, ¿porqué no remontaron el río por la orilla para buscarnos?
La razón volvía a estar de parte de Hello.
– Bueno, bueno, si queréis dejar vuestras interesantes deducciones durante un momento y me bajáis quizá yo también pueda participar en ellas.
– Nos disponíamos a bajar a Príncipe, cuando… -una voz conocida sonó a nuestra espalda-.
– ¡Por mil buitres despellejados, que ven mis ojos…!
– ¡Oso, Zoom…! exclamé emocionadamente, ¡amigos, qué alegría!
– Ja, ja, ja… ¿Qué pensabais que este zulú y yo no íbamos a poder con el riachuelo?
La sorpresa fue mayúscula, ¡Zoom y Oso vivos…! Nos fundimos en un solo abrazo encima del maltrecho gorro de Príncipe, y debajo de él mismo, que aún pendía del árbol. Después de unos minutos, que parecieron horas para Príncipe, cortamos la cuerda que le mantenía en los cielos. Como fruta madura cayó a los brazos de Oso y de Zoom formando un emparedado perfecto, si no fuera porque la “crema”, seguía boca abajo y en esta ocasión semiaxfisiado por los abrazos de ambos.
Aún no podíamos creer lo que estaba pasando… A la lógica avalancha de preguntas fueron respondiendo nuestros amigos y en vista de que Oso no paraba de dar unas explicaciones -que complicaban cada vez más la cosa tuvo que ser Zoom quien en pocas palabras nos puso al corriente.
– En efecto amigos, cuando las piraguas se hicieron ingobernables, la nuestra ya estaba prácticamente hundida. Pudimos ver como tú primero Raquet, y después vosotros os dirigíais a tierra, nos alegramos por vosotros. Inmediatamente nuestra canoa se hundió. Permanecimos agarrados a ella un instante y luego dándonos un fuerte apretón de manos, fuimos a reunirnos con el padre del “Feo”.
Oso, mientras Zoom, con una locuacidad extraña en él, iba explicándonos todo, permaneció callado, -un silencio, diría yo, más extraño aún que la facilidad de palabra de Zoom-, sin dejar de mirar fijamente a Zoom, como queriendo olvidad aquellos instantes vitales.
– Todo estaba perdido, el Sabuc nos escupió al vacío. Entonces tuvimos la sensación más extraña que podáis imaginar. Fueron unos instantes, pero todo pareció ir lento terriblemente lento. Confieso que la explicación de Zoom, nos tenía embebidos y prácticamente parecía que todos lo estábamos viviendo.
– Con el cuerpo relajado -continuó Zoom-, esperando la terrible caída que nos estrellaría en el fondo del valle, algo como una gigantesca mano invisible nos recogió bruscamente, salvándonos de la muerte. No perdimos el conocimiento pero no entendíamos qué sucedía. Yo creí que habíamos chocado contra el fondo del río que estábamos muertos, que no era real lo que pasaba. Solo la terrible sensación de que el agua que caía nos seguía ahogando, nos hizo comprender…, ¡habíamos caído en una red!
– ¿Una red, -exclamamos al unísono-.
– ¡Sí!, una red. Una red de pescar y que ¡por mil millones de salmones, nos había pescado como a uno de ellos! -aclaró Oso, volviendo a su natural locuacidad-. Sé que resulta difícil de creer, ni nosotros mismos, estando allí, dábamos crédito, pero aquí nos tenéis; y el que nos pescó es el mismo que acaba de cazar a Príncipe, el tipo más raro que pisa la tierra. ¡Ardo en deseos de que le conozcáis!
– ¡No tienez nada maz que prezentarmeloz, Ozo!
Esta nueva voz con extraño acento, que surgió del bosque me hizo sobrecogerme del susto. Volvíendonos apareció detrás de nosotros un hombre fornido, completamente calvo, envuelto en una vieja piel de ciervo, adornada con plumas de águila.
– ¡Aquí está apareciendo cuando menos se le espera!, cómo siempre, -dijo Oso-. Amigos, éste es el hombre al que le debemos la vida y el que nos va a ayudar en nuestra empresa. ¡Os presento al increíble “Chetof”.
Nos quedamos mirando al extraño personaje, no era ni indio, ni blanco, una sonrisa que no dejaba ver sus dientes, me impidió calcular su edad -en realidad nunca la supe-. Su fornido cuerpo podría delatar juventud, pero la lentitud con que se movía y hablaba, indicaba lo contrario; incluso aquél extraño acento -que más tarde veremos, traía loco a Oso-, contribuía a ocultar su verdadera edad. Fuera como fuera, el buen Chetof había salvado a mis amigos y en adelante se convertiría en pieza fundamental para el desarrollo de nuestra aventura.
Después de aquella presentación misteriosa, seguimos andando hasta la cabaña de Chetof. Una vez allí, empecé a comprender porqué les parecía un tipo extraño a Oso y Zoom. En la base de una impresionante sequioa, tomó una cuerda trenzada y dando un tirón, el árbol empezó a chirriar.
– ¡Cuidado Príncipe! -dijo Zoom, señalando hacía arriba-. El aviso llegó a tiempo y Príncipe hizo sitio para que se posara un extraño artilugio en el que cabíamos cuatro de nosotros. Era una cesta cuadrada con una pequeña puerta de entrada.
– Pasaz, Chetof nos invitó a entrar, y junto con el subimos Hello Príncipe y yo, entre las carcajadas de Zoom y Oso, que por lo visto encontraban la situación bastante divertida.
– Parece ser mí sino, -comentó Príncipe-, en este bosque me paso el tiempo subiendo a los árboles.
Hello y yo reímos la ocurrencia de Príncipe pero sin grandes aspavientos, tratando de no mover el habitáculo en el que ascendíamos. Cuando estábamos a unos veinte metros… se paró.
– ¡Bienvenidoz, bienvenidoz…!, gracias, contesté mecánicamente, pero allí arriba aparte de nosotros cuatro no había nadie más.
– ¡Bienvenidoz!, repitió la voz.
– Hola Zo, hola Cehtof, hola Chetof…
Cuando estaba empezando a volverme loco, con tanto recibimiento, Príncipe me señaló en una rama a un precioso loro, que continuaba dándonos la bienvenida.
– Ja,ja,ja…, por un momento pensé que este árbol estaba lleno de gente.
– Por aquí -indicó Chetof- abandonando la cesta.
La salida tenía una pequeña rampa y conducía a una impresionante cabaña construida sobre una empalizada entre las ramas del árbol, a más de veinte metros de altura. Todo aquello era impresionante. Mientras entramos en la cabaña, -la cual describiré detalladamente más adelante, porque merece la pena- volví a oir el: bienvenidoz Zoom y Ozo…, bienvenidoz…
– ¡Ozo no!, ¡maldito plumífero…! Oso, Oso…
Parece ser que tanto Chetof como su loro no pronunciaban la ese, cambiándola por la zeta, siendo así el nombre de Oso el único imposible de decir correctamente. No deja de ser irónico, ya que sólo Oso es capaz de enfadarse con un loro, como si se tratara de una persona, por semejante defecto de pronunciación. A Chetof no le decía nada, a fin de cuentas le debía la vida, pero lo de aquél picudo plumífero, hijo de quince cuervos, como “cariñosamente” le llama, era más de lo que nuestro amigo podía soportar.
Antes de acabar de explicarnos el rescate de Zoom y Oso, Chetof sacó un comida digna de un rey. Comimos vorazmente, no olvidemos que en “la primera ascensión a los cielos de Príncipe”, fue cuando ya estábamos tratando de cazar algo para matar el hambre. Con la tripa llena, alrededor de una singular mesa redonda que estaba situada en el interior de la cabaña, Zoom acabó de contarnos su milagrosa salvación.
– Como os decía, estábamos atrapados en una red situada unos cuatro metros debajo de la cascada. Al rato de estar tragando agua notamos que algo tiraba de nosotros. La red se cerró por encima de nuestras cabezas formando una bolsa y cayendo hacía la orilla derecha del Sabuc. Podéis imaginar la sorpresa cuando al posarnos suavemente en una lastra de piedra la red se abrió y apareció Chetof. Chetof se rió sin despegar los labios y el loro que nos había recibido se posó en su hombro
– Azí ez, oz había obzervado bajar el río y ví caer a Ozo y Zoom en laz redez que tengo pueztaz para pezcar. Tuvieron mucha zuerte de caer en ellaz, zi no eztarían muertoz.
Por lo visto, aquel insólito personaje tenía un sistema de pesca instalado permanentemente debajo de la cascada y cuando se dirigía a recoger su pesca diaria, nos vio bajar por el río, resultando lo que ya todos sabemos.
– Te damos las gracias Chetof por tu ayuda, -dijo Hello-estrechado su mano.
– Todo fue zuerte, -respondió Chetof-. Ahora dezcanzar, reponed fuerzaz, ya tendréis ocasión de devolverme el favor.
Oso y Zoom había puesto en antecedentes a Chetof del fin de nuestro viaje. Pasamos toda la tarde sin bajar del “arbol-casa” en el que nos encontrábamos. Tuvimos oportunidad de observar varios de los inventos de nuestro anfitrión. Todo era fantástico. Por ejemplo: de una pared en la estaban clavadas dos estacas de madera con forma de tapadera, goteaba agua. Aquello llamó la atención de Príncipe. Chetof lo indicó que tirara de una de ellas, Príncipe se quedó con la estaca puntiaguda en la mano y seguidamente…, las tímidas gotas que llamaron su atención se convirtieron en un chorro de agua fresca. Nos quedamos boquiabiertos, pero la exhibición no había terminado… Chetof, le instó a que sacara la segunda estaca. De nuevo Príncipe repitió la operación y un nuevo chorro de agua surgió ante nuestros asombrados ojos.
-¡Increíble! ¡un río de de agua particular en una cabaña situada a veinte metros de altura! -exclamé-. ¿Pero para qué quieres dos chorros iguales? -preguntó Hello-.
– No zon igualez, -contestó-. Prueba el agua …
Hello intrigado bebió el primero. Fresca y pura -dijo- y se apresuró a probar el segundo ante la insistencia de Chetof y la curiosidad de todos.
– ¡Huagg…! chilló apresuradamente al escupirla. – ¡Caliente…! ¡Agua caliente…!
La risa de Chetof acompañada de las carcajadas de su loro inundaron la cabaña, al ver la cara de asombro de Hello.
– ¡Este Chetof es un genio! – exclamé-. ¡Agua caliente!
Por supuesto, era la primera vez en la vida que contemplábamos algo parecido. No ignorábamos que el agua se podía calentar con el fuego, pero que saliera, fría o caliente, de la pared con solo quitar aquellas singulares estacas y en una cabaña a viente metros del suelo, era más de lo que podíamos imaginar. Después de que todos comprobáramos la agradable temperatura del agua, -siempre que uno no la quisiera para beber- Hello y Príncipe cerraron con las estacas los agujeros cortando el flujo. Todo el agua que durante la demostración había caído se almacenaba en un recipiente hecho con madera y cuero curtido, puesto a tal efecto debajo de los chorros. Chetof, metió la mano en el fondo de aquella singular bañera sacando una tercera estaca y el agua comenzó a colarse hasta desaparecer completamente.
-¡Por cien mil zorros rojos…! ¡este tío es un genio!
No era para menos y el piropo que le dedicaba Oso, no solo estaba justificado, si no que como veremos enseguida…, se quedaba corto. Como él nos fue explicando, el sistema de agua caliente y fría que tenía, consistía en dos recipientes de regular tamaño situados encima de su cabaña, uno oculto entre las ramas de los árboles recogía el agua de lluvia y por medio de un ingenioso sistema de canales, hechos con una extraña madera completamente hueca a la que Chetof llamaba: “Buban”, conducía el agua furia. El otro aparentemente era igual, pero algo metálico destellaba con los últimos rayos de la tarde en su parte superior. subimos por unas escaleras fuertemente asentadas hasta el tejado de la cabaña saliendo al exterior por una trampilla practicada en el techo. Lo que brillaba no era otra cosa que finas planchas de plata dispuestas de tal forman que hacían incidir los rayos del sol en el agua calentándola. Este recipiente en su interior estaba igualmente recubierto por el preciado meta conservando mejor de esta forma la temperatura.
– Plata para calentar el agua…, si no lo ven, no lo creo. dijo Príncipe-, esto es interesantísimo.
– Lo que es, es de locos, -sentenció Oso-, añadiendo: una buena borrachera me cogería en donde hay sabes, con la mitad de ¡ése calienta aguas!
– ¿Mi amigo Ozo tiene zed?
– ¡Zí digo sí! ¡por mil barricas de whisky!, ¡hace siglos que no bebo!, pero a pesar de que te debo la vida, no me pidas que beba agua, y ¡menos agua caliente! Reimos la salida de “Ozo” como ya empezábamos a llamarle todos. Pero evidentemente Chetof, no se refería a beber agua caliente. Nuevamente entramos por el tejado a la cabaña. Chetof sacó una piel de ciervo que contenía un líquido de color ámbar, y se lo dio a probar al sediento Oso. Éste no sin antes olerlo desconfiadamente, probó con extraordinaria precaución aquel brebaje. Lo degustó mirándonos fijamente pero sin articular palabras. Aquella pequeña prueba fue seguida de un descomunal trago que se metió entre pecho y espalda, continuando dentro de su mutismo, aunque no permaneció así por mucho tiempo. Una forzada mueca, acompañada de gritos y las maldiciones correspondientes, dieron envisto bueno a aquella excepcional bebida, que no tenía nombre pero podía tumbar a un caballo. Debo decir que en cuestión de beber Oso era una autoridad. Y Por supuesto que de todas las genialidades que Chetof nos iba enseñando, Oso siempre recordará en primer lugar, aquel misteriosos brebaje sin nombre, aunque él siempre le diera alguno después de cada trago. Aquel día había resultado una auténtica sorpresa para todos y pronto caímos en un buen sueño, dentro de tan maravillosa cabaña. Todos excepto Fox que precavidamente dormía abajo, ya que la igual que Oso no había hecho buenas migas con el loro de Chetof y si Oso no le toleraba, Fox directamente se le quería comer. Y eso que yo nunca oí que le llamara “Foz”, ¡o, sí lo hizo?
El día siguiente amaneció claro, fui el primero en despertar, exceptuando a Chetof, que ya volvía con la comida que había caído en sus trampas. Y es que durante el tiempo en que convivimos con aquel personaje, nunca le vi quieto siempre tenía algo entre manos. Él disfrutaba ante nuestro asombro, que iba de sorpresa en sorpresa. Las redes colocadas en el Sabuc, a las que tanto debíamos, eran algo fantástico. Tuve la ocasión de acompañarle más de una vez para recoger la pesca y siempre me parecía increíble lo que tenia ante mis ojos. Indudablemente, Chetof era un genio y él lo sabía, pero hasta un genio tiene necesidad de mostrar a los demás su genialidades si no estas ya no lo serían tanto. Chetof era un personaje singular vivía en compañía de un loro que le daba la bienvenida constantemente, independientemente de que llegaras o te fueras, -llegando a exasperar a Oso-, rodeado de sus inventos que le proporcionaban toda clase de comodidades. No tenía porqué preocuparse de la comida y su seguridad quedaba a salvo en su insólita cabaña. En ella había una habitación en la que pasaba las horas muertas diseñando extraños artilugios, sus paredes estaban recubiertas de finas pieles en las se veían raros dibujos. Dibujaba en pieles, previamente estiradas y secas, lo hacía con plumas de águila y una especie de tinta que él mismo se fabricaba, y la cual en una ocasión, casi es bebida por Oso. Pasamos en compañía de Chetof varios días. Algunos de los cuales nos acompañó al borde del acantilado.
Hello le explicó con detalle, el interés que teníamos en bajar. Chetof hablaba poco, pero entendía perfectamente cual eran nuestros propósitos y como nos explicaba, estaba dispuesto a ayudarnos. Aquella mañana, un grito procedente del misterioso cuarto, en el que solía permanecer encerrado nos despertó sobresaltados.
– ¡Veniz amigoz, veniz amigoz!
Oso rápidamente abrió la puerta pensando que necesitaba ayuda y se introdujo, cuchillo en mano, como un huracán en el cuarto.
– Bienvenido Ozo -dijo el loro- … todos entramos detrás. – Aquí eztá, por fin lo encontré.
– ¿El qué?, ¿quién ezta… digo está? ¿Que pasa Chetof? -preguntaba Oso- que al igual que nosotros no veíamos otra cosa que pieles emborronadas de tinta amontonadas por el suelo y objetos aún más extraños colgados de las paredes.
La habitación resultó ser más grande de lo que aparentaba por el tamaño de la puerta. Imperaba como digo un gran desorden, dentro de ella; en el medio había una mesa, encima de la cual un extraño dibujo era señalado por Chetof, siendo si duda el motivo del grito. Estaba todavía “Zo”acabando de darnos la bienvenida a todos, cuando Chetof, con la satisfacción pintada en el rostro, nos explicó aquel nuevo misterio.
– Hello, amigoz, ahora podréis bajar al valle. – ¿Cómo? -preguntamos al unísono-.
– ¡Con ezto! -dijo- señalando aquel incomprensible dibujo en forma de triángulo.
– ¡Ya sabía yo que este se nos volvía loco! -dijo Oso-.
– Como no te expliques mejor, -dijo Zoom- pareciendo querer, cosa rara, dar la razón a Oso.
– ¿Quién ez el único que puede bajar, al valle? -dijo- ,
– zolo loz pájaroz, que lo hacen volando. ¡Bueno, puez bajareiz, como elloz, bajareiz… volando!
– Completamente loco, ya lo dije vivir en la copa de un árbol no puede traer nada bueno.
– Deja que se explique Oso -cortó Hello-, hasta ahora todo lo que nos ha enseñado, pudiera parecer imposible para el que no lo haya visto y sin embargo… funciona.
– Y ezto funcionará Hello, funcionará. ¡Ze trata de un ala!, que hoy mismo, con vuestra ayuda comenzaremoz a conztruir. Ez algo que ziempre he tenido en la cabeza y que ahora voy a realizar. ¡Azí me devolvereiz el favor! Y dicho “ezto”, enrolló aquella piel y metiéndosela bajo el brazo, descendimos en la “cesta”, entre los bienvenidoz de Zo y los ladridos, con que siempre nos recibía Fox.
La actividad reinó durante la siguiente semana. Cortamos gran cantidad de “bubam”, aquellas cañas que Chetof utilizaba para llevar el agua a la cabaña. Oso y Zoom fuero encargados de cazar ciervos y a se posible grandes. Esto agradaba a ambos y en compañía de Fox, consiguieron carne para todo el invierno.
Lo único que le interesaba a Chetof eran las pieles. los animales eran desollados y sus pieles puestas a secar cuidadosamente. Del bubam cortado, sólo aquel que reunía ligereza y resistencia, era escogido y diestramente entrelazado con finos cueros.
Bajo la dirección de Chetof, construimos un armazón al que se sujetaron las pieles secas, hasta conseguir una especie de ala triangular, que tenía bajo ella una cesta similar a la que usábamos para subir a la cabaña, aunque en ésta solo cabía un hombre.
Por último bajo la cesta, dos travesaños de bubam sostenían cuatro ruedas que permitían el desplazamiento al singular artefacto. Habían transcurrido seis días desde que empezamos a construir nuestro medio de viaje al valle. Los últimos retoques concluyeron durante el sexto día. El aparato medía de punta a punta catorce metros, el ala en su parte mas ancha, es decir justo en el medio, tenía cuatro metros y su altura llegaba a los dos metros resultando completamente simétrico en cuanto a peso y medidas, o la menos esta fue la intención del equipo constructor. Cuando hicimos el “ala”, se hizo en dos mitadas iguales, y confieso que me pareció enorme, teniendo mis serias dudas de que aquel armatoste pudiera volar, aunque lo que buscábamos era “bajar”, y eso a la vista del trasto, no había duda de que sí lo conseguiríamos. El último toque fue ponerle nombre, lo que personalmente me agradó, ya que cada uno lo llamábamos de una forma distinta, y poco optimista, y aunque Chetof y Príncipe -que se encontraba entusiasmado con el proyecto-, no se daban por enterados, dejábamos bien clara nuestra incredulidad a que “Icaro” se levantara un palmo del suelo.
“Icaro” así fue bautizado. El nombre se lo puso, como correspondía por justicia, Chetof. No sé qué relación puede haber entre dicho nombre y algo que vuele. De todas formas suponiendo, poca vida para el recién nacido Icaro, tampoco me preocupó demasiado hacer investigaciones. Volvimos a la cabaña dejando a Icaro vigilado por Fox.
Después del rutinario recibimiento de Zo que seguía exasperando a “Ozo” y mientras devorábamos un maravilloso guiso de Zoom, Chetof, entró en materia.
Se me olvidaba apuntar que el armatoste pesaba pesaba unos sesenta kilos.
– Mañana probaremos a Icaro…, eso va a tener gracia, -dijo un sarcástico Oso-.
– Si me permitís amigos, creo que soy yo el más apropiado para hacerlo, -dijo Hello-, no hay duda de que puede ser peligroso y no sería justo que otro se arriesgara.
– Siento contradecirte, -interrumpió Príncipe-, pero yo también quiero probarlo. Tengo enorme interés en ser el primer hombre que: ¡vuele como los pájaros!
– Lo que vas a ser es el primer pájaro que se mate de una caída, -dijo Oso-, al que no le parecía mala idea la elección de Principe.
– Yo tampoco estoy contigo -dije- y exijo mi derecho a probar el primero a Icaro.
– ¡El primero y el último!, -exclamó nuevamente Oso- , ¿Pero es que os habéis vuelto locos?
– Yo también quiero subir…, -era Zoom-. Hace falta mucho valor para atreverse, así que el más indicado soy yo.
– ¿Qué insinúas Zoom?, ¿me estas llamando cobarde…? ¡Por mil millones de Icaros! ¡Vámos para abajo…! Ahora mismo salgo volando yo en el trasto ese.
Tras semejante discurso, el Oso, -que había bebido más brebaje de Chetof de lo acostumbrado- se dirigió, hecho un basilisco a la puerta.
– ¡Bienvenido Ozo!
– Ni una palabra más pajarraco, o te desplumo de un tajo y sin darnos tiempo para reaccionar y en uno de esos ataques de genialidad, cerró la puerta “con la delicadeza acostumbrada”… Primero un portazo y después un grito desgarrador, -que nos hizo salir apresuradamente tras él-, turbó la paz de la noche.
¿Qué había sucedido…? El Oso en su precipitación no se fijó en que la barquilla se encontraba abajo -o quizá no recordaba que vivíamos a viente metros del suelo-. El caso es, que como había prometido, salió volando. Pero hacia abajo. Afortunadamente para él, logró agarrarse a las cuerdas que sujetaban la barquilla, lo suficiente como para amortiguar la caída. Bajamos enseguida. Tenía una pierna medio rota y un fuerte golpe en la cabeza. A pesar de todo, insistía en probar a Icaro.
No sin muchos esfuerzos, logramos subirle a la cabaña. Nada más entrar con él en brazos, oímos…, ¡Bienvenido Ozo! La reacción no se hizo esperar y el cuchillo de Oso fue a clavarse cinco dedos en el poste de Zo. Hubiera sido el final del plumífero si no llega a ser porque -quizás previendo el peligro-, Zo, se encontraba cogido del poste con sus garras, manteniendo la cabeza hacia abajo.
Una vez calmado Oso, vimos que no tenía nada de consideración, un par de semanas con la pierna inmovilizada y listo. Pero el conflicto sobre quién probaría en primer lugar a Icaro, seguía sin resolverse y como no era de extrañar Chetof, padre del invento, no quería renunciar a sus derechos.
– Bien, en vista de que todos queremos ser el primero en emular a los pájaros, ¿porqué no nos lo jugamos…?
Mi propuesta tuvo enorme éxito. Todos, excepto Chetof, que ignoraba el significado de “jugarnos a Icaro” estábamos deseando echar una de nuestras viejas partidas de la taberna del Feo. La rabia de Oso fue tal, -era el más jugador y pendenciero de todos-, que aun comprendiendo que no podía en su estado iniciar nuevas aventuras, hubo que permitirle tomar parte en el juego. Además, el único que nunca se separaba de los dados era él siendo, lógicamente, quien los tenía. La idea de jugarse lo que fuera calmaba su mal humor. Explicamos a Chetof en qué consistía el juego: teníamos seis dados, aquel que de tres tiradas sumara más puntos, ganaría pero solo contaban dos tiradas, con que la habilidad era plantarse en la se suponía mejor.
Comenzamos a jugar y pronto comprendí que no sería yo el ganador. Me quedé con la primera y desprecié la segunda, -que resultó ser la mejor de las tres-. Total de un máximo de treinta y seis puntos, solo logré doce.
Le tocó el turno a Zoom, no lo hizo mal y se plantó en veinte. Siguió Chetof, que estaba asombrado y encantado con el juego. Para ser la primera vez estuvo magnífico y superó a Zoom en un punto: ¡veintiuno!
Hello quedó muy bajo y solo consiguió nueve puntos; era el último de todos, -tiene gracia porque otras veces el juego lo ganaba aquel que sumara menos puntos-, hubiera sido entonces, como era su deseo, el primero en probar a Icaro.
Le llegó el turno a Oso, que viendo sus posibilidades estaba ansioso por jugar, -el premio en este caso, maldita la gracia que le hacía, pero el afán de ganar era para él más que suficiente. Jugó bien sus dados y superó en nueve puntos, a un desilusionado Chetof. Treinta fue su puntuación, que falta de la tirada de Príncipe, le convertía en el ganador. Debo aclarar que normalmente Oso siempre ganaba, o se las “ingeniaba” para ganar a Príncipe, pero aquella noche estaba visto que no era la de Oso…, si no la de Príncipe, y con una puntuación de treinta, ¡igualó el récord anterior!
Esta contrariedad no sirvió si no para animar más el cotarro. Se decidió un desempate a una sola tirada y con un solo dado. En esta ocasión, Príncipe tiró el primero, con cierto nerviosismo. Vimos rodar el dado por la mesa… y por fin paró… ¡dos!, ¡solamente dos, de seis posibles puntos!
La carcajada de Oso retumbó en la cabaña. Después de que se vació, tomó el dado, le sopló, le habló, le miró como si fuera algo vivo, le agitó encerrado en sus manazas, -mientras parecía recitar una última plegaria-, y con el mejor estilo de los tahures de la taberna del Feo, lo soltó…, rodó…, dio vueltas…, una vuelta más y… ¡Uno! Parecía imposible, era la única jugada que le convertía en perdedor y…, la había sacado.
La carcajada ahora fue de todos incluso de Zo. Príncipe sería pues, quien al día siguiente tendría el honor de convertirse en el primer hombre pájaro de la historia. La mañana amaneció clara y una suave brisa movía las ramas de los árboles.
Después de un ligero tentempié, bajamos todos para comenzar el experimento. Oso nos acompañó cojeando ostensiblemente pero según él decía: ir cojo no es nada, comparado con cómo va a volver otro. Esta alusión a Príncipe, no pareció afectar mucho a nadie, aún cuando todos en nuestro interior, pensábamos que las palabras de Oso, por esta vez, tenían muchas probabilidades de convertirse en proféticas. Arrastramos al flamante Ícaro a un lugar ya convenido. El sitio, elegido por Chetof, parecía idóneo. Se trataba de una pequeña colina. El camino estaba bastante despejado y el viento venía de cara, lo que según Chetof, era ideal para que Icaro y Príncipe volaran. Antes de darnos cuenta, ya estaba Príncipe en el interior de la barquilla recibiendo instrucciones de Chetof.
– Una vez en el aire zolo tienez que utilizar tu pezo para girar a un lado o otro; igualmente lo haraz para bajar.
– Descuida Chetof, para bajar utilizará todo su peso -interrumpió Oso, que llegaba renqueante a lo alto de la colina-.
En realidad estas instrucciones nos las había repetido hasta la saciedad y en teoría parecía fácil. El caso era ofrecer resistencia al aire inclinando a Icaro hacia la izquierda o derecha, según se quisiera girar. En el caso de bajar habría que echarse hacia atrás para levantar el pico de Icaro. La barquilla era pequeña y en algún caso tendría que sacar su cuerpo por la borda para hacer los giros, como si se tratara de manejar una de las canoas de Azrole. Chetof, después de desear suerte a Príncipe, bajó unos veinte metros la colina mientras el resto quedábamos empujando a Icaro pendiente abajo. Solamente Oso y Fox serían los espectadores. Aquello regocijaba a oso, mientras que Fox, como intuyendo algo malo, permanecía junto a él con las orejas gachas.
Príncipe parecía sereno, se ajustó su inefable gorro, del que destacaba una nueva y espléndida pluma de águila, -el águila entera le hubiera hecho falta-. A las señas de Chetof, Principe respondió con un enérgico: ¡empujad…!
Icaro rodó pendiente abajo y ante la admiración de todos, a los pocos metros remontó el vuelo despegándose tres metros del suelo
-¡Bravo…! gritamos todos eufóricos. ¡Está… volando!
De repente algo cayó del cielo, era el gorro de Príncipe, que parecía querer volver a terrenos más seguros. Un suave cabeceo siguió al despegue. Todos gritamos, dando distintas instrucciones a Príncipe, que, a unos cuarenta metros del suelo, no debía oír otra cosa, que no fueran sus propios gritos. Un giro a la derecha y pareció controlar la situación, pero fue un instante, pues a una velocidad de vértigo se alejó del punto de partida, yendo a sobrevolar el cercano bosque donde vivíamos. De pronto, comenzó a perder altura, tocó con las copas de los pinos y…, desapareció entre ellos.
Todos corrimos, -excepto Oso-, que a duras penas arrastraba su pierna lo suficiente para recoger el gorro de Príncipe y bajar la colina diciendo:
– ¡Nunca te olvidaremos! ¡Solamente te ha quedado una pluma, pero has sido la primera águila humana!
– ¡Fantáztico…! ¡Maravillozo…!, -gritaba Chetof mientras corría en pos de nuestro hombre pájaro-.
– No veo lo que tienen de fantástico, si se ha abierto la cabeza contra los árboles -contestaba Zoom, sin dejar de correr-.
– ¡Ha volado, ha volado…! decía Hello y era cierto. Había volado como un pájaro más de quinientos metros y como tal pájaro, había elegido los pinos para posarse.
Cuando llegamos al bosque, nos dimos cuenta de que se había metido en él más de lo que pensábamos. Dando voces le buscamos ansiosamente por fin Zoom le vio. – ¡Allí arriba…!
En efecto entre las ramas de un pino, que había amortiguado la caída, se encontraba Príncipe y lo que quedaba de Icaro; ¿o debo decirlo al revés…?
– Pero qué tío éste…, la afición que tienen ene subirse a los árboles -dijo Oso- que se acercaba en compañía de un asombrado Fox.
– ¡Bajadme!, creo que me he roto algún hueso.
Zoom y Hello treparon ágilmente al árbol y no sin grandes esfuerzos desenredaron al primer hombre volador y a su extraño artefacto. Volvimos a la cabaña con los restos de ambos. Chetof estaba exultante de alegría; no paraba de hacer preguntas a un Príncipe, que con un brazo roto y magulladuras por todo el cuerpo, se esforzaba en contestar. El día que siguió ganó en actividad al resto. Oso, Príncipe y Chetof se encerraron en el cuarto de la cabaña. Chetof diseñaba ahora dos nuevos Icaros y estos tendrían que bajar al valle de Atnas Aniram. Principe, el primer hombre volador -aunque sólo hubiera sido durante quinientos metros- le ayudaba con la incalculable experiencia adquirida, respondiendo a las interminables preguntas del “zabio”, como humorísticamente empezábamos a llamarle. ¿Y Oso?, ¿qué hacía Oso con semejantes hijos de tres tormentas de invierno? Pues sencillamente los descubrimientos habían despertado en su primitivo cerebro una curiosidad distinta a las peleas borracheras y partidas de dados. Además, tanto Oso como Príncipe habían quedado lesionados, uno al intentar subirse al difunto Icaro, y el otro al intentar bajarse. Todos éramos conscientes de que solamente bajaríamos dos, ya que se decidió, que este era el número más apropiado y más seguro. Por consiguiente: Hello, Zoom y yo seríamos los privilegiados. Es decir, de los tres, también sobrábamos uno. De todas formas, mientras Chetof y sus “ayudantes”, diseñaban dos nuevos Izaros más seguros y más ligeros nosotros, acompañados por Fox, reuníamos el material necesario para construirlos. La semana transcurrió animadamente. La imagen de Príncipe volando, se mantenía presente en todas las charlas y la idea de repetirlo casi nos hacía olvidar el motivo de tan arriesgado experimento. Prácticamente, en el tiempo empleado en construir el primer Icaro, terminábamos sus dos nuevos hermanos, casi gemelos. Efectivamente, éstos habían sufrido alguna variación. Chetof, quiso aligerarlos al máximo y se suprimieron las ruedas y la barquilla. en su lugar figuraba un asiento de bubam, protegido por una piel de oso que lo hacía mullido y confortable. Delante del asiento, un fuete palo con muescas talladas parar agarrarse, constituía el único asidero de tan inestable vehículo. A diferencia del primer Icaro su jinete no rodaría colina abajo par remota el vuelo, si no que: ¡correría!
Se terminaron los dos. Tenían un magnífico aspecto. Ante la ausencia de la barquilla, daba la sensación de haber aumentado el tamaño del ala, pero no era así. Sus medidas eran exactas, pero su peso había quedado rebajado en unos veinte kilos. Llegó el día de la segunda prueba, esta vez no hizo falta jugarse el turno aunque más de uno tuviera quedado encantado de hacerlo. Chetof no quería fallos.
Solamente, -como dije-, éramos tres los aspirantes: Chetof, no podía correr el riesgo. Si algo le ocurría a él, nos quedábamos sin la posibilidad de construir nuevos Icaros, pues habíamos acordado que si algo irremediable pasaba, continuaríamos intentándolo hasta conseguirlo. Príncipe y Oso no estaban en condiciones de dar carreritas. El empeño de Chetof en aligerar peso a los nuevos Icaros, descalificó automáticamente al gigante de Zoom, el más grande de todos, que sin duda rondaría los 120 kilos de peso. Solo Hello y yo los probaríamos y sí daban resultado, intentaríamos bajar al valle.
La mañana era muy semejante a la del primer experimento y todo nuevamente estaba dispuesto Volvimos al mismo escenario, pues era el mejor. Una vez allí, Chetof decidió, con buen criterio, que solo habría una prueba, ya que si daba resultado, el siguiente vuelo sería al valle. Según él, descender al valle iba a resultar mucho más fácil porque las características de éste eran inmejorables ya que se trataba, como recordareis, de un cortado de ochocientos metros donde, con regularidad, masas de aire caliente, -producto de la evaporación-, subían por sus cortadas paredes. No había pues motivo parar arriesgar el Icaro, ni por supuesto nuestra vida, en peligrosos experimentos, si este intento daba resultado. Así pues, la duda quedó en quién de los dos emularía a Príncipe. Hello me pidió que le cediera el honor de hacerlo y yo no sé muy bien, si cortés, o prudentemente…, acepté.
Hello sujetó a Icaro puesto en pié, ayudado en los extremos del ala por Zoom y por mí. Si por lo visto, Icaro respondía, según Principe, con extraordinaria rapidez a los cambios de peso, cuando estaba en el aire, en tierra era otra cosa, y sus dimensiones dificultaban enormemente cualquier movimiento. Más abajo: Chetof, Príncipe y Oso acompañados por un cabizbajo Fox, nos daría la señal de partida. Mientras sostenía el extremo del ala, vi que cada vez había más espectadores y menos colaboradores directos y pensé… ¿cómo se las apañaría aquel que quedase el último para sostener a Icaro?
– Un grito dado al unísono por quienes nos observaban fue la señal ¡Ahora…!,
– ¡Vamos allá! -respondió Hello-.
– ¡Gritando todos entusiásticamente, corrimos colina abajo. No habíamos dado diez pasos… y Hello ¡volaba!
– ¡Arriba…, arriba…!, gritamos todos.
Hello había remontado el vuelo con pasmosa facilidad. La ligereza de este nuevo Icaro quedaba demostrada. En un principio tomó la misma dirección que cuando voló Príncipe, y por un momento temimos que también correría la misma suerte. Pero Hello volaba mucho más alto que ningún bosque, ¡Hello… volaba!
Con la boca abierta seguíamos sus evoluciones. Hizo dos giros perfectos, uno a la derecha y otro a la izquierda. De pronto pareció pararse en el aire y cayó algunos metros a plomo, pero enseguida recuperó altura y por último, entre la alegría de todos se posó tranquilamente en tierra. Había resultado. Abrazamos a Chetof, padre y madre del invento, nos abrazamos entre nosotros, ladró Fox y corrimos a felicitar al segundo hombre pájaro en la historia de la humanidad. El regocijo fue indescriptible. Volvimos eufóricos a la cabaña y lo celebramos con una gran cena “bien regada”. Hello explicaba su vuelo y lo comparaba con el de Príncipe. Chetof continuaba con sus innumerables preguntas. Todos me daban consejos, ya que si bien es verdad que yo iba a ser el “tercer pájaro”, también lo era que sería el primero en utilizar a Icaro para el fin que había sido creado…, sin ningún ensayo práctico. Aclaradas las dudas del vuelo de Hello, Chetof nos indicó cuál iba a ser el sitio idóneo para iniciar el descenso al valle. Todos estábamos impacientes y acordamos reconocer dicho sitio y prepararnos para el día siguiente, en el que realizaríamos el gran salto. El tiempo seguía siendo el ideal, y no podíamos correr el riesgo de que cambiase.
Nos levantamos con cierto dolor de cabeza, característico de todas las noches alegres. Apenas comimos algo y nos pusimos en marcha. Chetof, cosa rara, caminaba con paso vivo. Los dos Icaros eran transportados por el resto. Habían sido divididos en dos para ser manejables. Con todo el temor a que sufrieran alguna avería en el transporte, nos hacha marchar lentamente; tanto que a veces perdíamos de vista al embebido Chetof.
Al cabo de cuatro horas de penosa marcha el otrora lento pero incansable Chetof…, se detuvo.
– ¡Aquí! -dijo- señalando con su bastón unas lastras de piedra.
El sitio era pequeño, a duras penas cabían los dos Izaros montados, pero tenía una ventaja con respecto al primitivo campo de pruebas y es que si bien, no podíamos correr con el Icaro a cuestas, podíamos ¡saltar!, ya que la lastra donde nos encontrábamos “pinchaba” atrevidamente el impresionante vacío. La roca en la que estábamos, parecía un dedo gigante que nos indicaba el camino de ida, y así lo comentó Príncipe. Pensé en mi interior si abajo tendríamos la misma suerte y alguien nos diría cuál sería el camino de vuelta. Contemplamos aquel maravilloso espectáculo, asomándonos al acantilado. Doscientos metros aproximadamente debajo de nosotros, reinaba un silencio que era contagioso; todo cubierto por una densa capa de nubes, la cual según nos explicó Chetof, siempre estaba presente. Parecía que el que cayera lo haría blandamente en aquél algodón blanco. Pero nuestro objetivo no era posarnos en las nubes, si no atravesarlas y para eso contábamos con nuestros Icaros.
Estuvimos bastante tiempo descansando y mirando el paisaje. Luego, montamos los dos Icaros y los amarramos de forma que ninguna racha de viento nocturno pudiera arrebatárnoslos. Una vez terminada esta tarea, decidimos volver, pues aunque el día aún no tocaba a su fin, la mañana siguiente iba a estar cargada de emociones. Por la noche, tratamos de encontrar soluciones a las grandes incógnitas que nos esperaban. Suponiendo que todo fuera bien, Hello y yo perderíamos todo contacto con el resto de nuestros compañeros, una vez que hubiéramos atravesado la capa de nubes. No podríamos comunicarnos en modo alguno por lo que decidimos darnos un margen de quince días para volver, o idear el modo de establecer algún contacto que indicara al resto cual era la situación en que nos encontrábamos. Parecía un tiempo prudencial ya que solamente necesitaríamos una hora escasa para bajar al valle y si en quince días no éramos capaces de conseguir nuestro objetivo, tampoco era presumible que lo lográsemos en más tiempo. Además para ese tiempo, tanto Oso como Príncipe, estarían en condiciones de intentar una segunda expedición al valle.
En estas cábalas agotamos el que podía ser, último día en la cabaña de Chetof. Preparamos alguna provisión, pocas, únicamente para el primer día. Arcos y flechas, junto con nuestros respectivos puñales se encargarían de proporcionarnos los alimentos para los demás días. Echábamos de menos nuestros rifles pero el Sabuc se los había tragado junto con las dos canoas. Sin mas acuerdo que el respetar esos quince días de margen, nos retiramos buscando un reparador sueño, que en contra de lo que se pudiera pensar, nos sorprendió rápidamente.